La delicia de morir


¡No, no, no, no! ¡Pero qué delicia había sido morir! La finalidad de la existencia de la humanidad es precisa e irónicamente ésa: vivir para morir… pero ¡ah! Nada había sido tan placentero como su caso.

Él había nacido en 1985, aquel año en que la gente se volvió histérica por el SIDA, a tal grado que él fue el resultado del último acostón que tuvo la pobrecilla de su madre en su vida. Por eso el papá se fue con otra vieja y por eso la primera parte de su niñez estuvo de la chingada, llena de privaciones y disturbios emocionales. Pasaron unos nueve años y la mamá se cortó las venas simplemente por tener un hijo y después de tratar de hacerse cargo de él durante fuertes crisis financieras, así que terminó viviendo con su papá y su joven y guapa novia. Le decían La Guapa pero de eso no tenía nada.

A los años el papá se enfermó porque resultó que la cabrona de La Guapa andaba enferma del condenado virus o síndrome o como se llamara; la cosa es que los dos terminaron sidosos y muertos rápido y él acabó en la calle porque prefería eso al DIF. Anduvo mendigando por un par de años hasta que lo reclutaron en una banda que se metía a robar a las casas de los ricachones, porque por qué no entrar  y robarles algunas cosas si ellos se las podían volver a comprar, pues.

Y así anduvo, entrando, agarrando cosas y saliendo ágilmente, por lo que lo apodaron El Conejo. Por primera vez tenía un grupo que no se burlaba por su delgadez, ahí él era la pieza clave de la operación. Pasaron unos meses y los miembros de la banda decidieron regalarle al Conejo una hora con la vieja de su preferencia, que porque ya tenía que dejar de ser un señorito. Él se negó en un principio por el pinchi SIDA y El Pato le contó de la magia de los condones, así que terminó aceptando, no sin antes decirles a los tres que si se moría, sería su culpa. Ya que escogió a una morena de cabello largo y aparte flaca como él, los demás los metieron al motel.

Sin embargo, él no pudo conocer las grandes maravillas del sexo porque la tipa le dio una pastilla que para que se le parara el pito, pero que más bien le terminó parando el corazón. Se dio cuenta que estaba muerto casi al instante, porque su alma o lo que sea salió de su cuerpo y podía verse a sí mismo desde arriba. Vio cómo la muchacha abría la ventana del cuarto y salía corriendo, dejando las zapatillotas cual Cenicienta. Él siguió a su asesina y vio que se encontraba con otra vieja como de la edad y las dos se fueron. Seguramente habían dejado a otro tieso en otro cuarto de motel para huir de su padrote. Bueno, algo tenía que resultar de su muerte.

Pero aquello no fue lo mejor, oh no, sino que cuando regresó encontró al padrote bien encabronado y a sus amigos con cara de sorpresa al verlo muerto. El padrote se fue en chinga tras las mujeres y los otros tres se hicieron los machos para no chillar. ¡Ay, sí lo querían los condenados! Estuvieron a punto de dejarlo pudrirse ahí hasta que El Pato les dijo al Correcaminos y al Porky que no podían dejarlo, que lo único bueno que podían hacer era llevarlo a enterrar porái. Al fin y al cabo había sido su culpa. El cabrón del Conejo había predicho que moriría por andar de caliente, y quién hubiera dicho que sería tan pronto.

El Correcaminos se fue a buscar una pickup. El Conejo lo siguió y le encantó la habilidad con la que su amigo la robó fuera de un barecillo cercano. Al regresar al motel, los otros dos ya tenían envuelto el cuerpo en unas sábanas floreadas y lo llevaron hacia la ventana, donde le golpearon la cabeza y se les cayó unas dos veces ¡vaya show! A pesar de estar muerto se partía de la risa al ver su cuerpo todavía aguado ser zangoloteado en un acto que pretendía ser solemne. Al subirlo por fin, los tres se pusieron en la parte de enfrente y él se subió con ellos, total, ya no hacía bulto.

⁠—¿Qué chingados vamos a hacer si alguien nos ve? ⁠—preguntó El Porky. El Porky siempre fue un miedoso y un pendejo.

⁠—Pos nada, nosotros no lo matamos, nomás lo vamos a enterrar ⁠—contestó El Pato.

⁠—Pero alguien se va a dar cuenta de que es un muerto…

⁠—Nadie se va a dar cuenta a menos que tú les digas “eh, aquí llevamos a un difunto”. Cierra el hocico ⁠—dijo El Correcaminos. El Conejo volvió a reírse, ya podía imaginarse al Porky gritando eso, porque sí era capaz.

El Porky no cerró el hocico, sino que se puso a rezar algo; él podía ser un reverendo idiota pero como que tenía respeto por los muertos. Los otros dos se callaron y lo dejaron decir cosas que hicieron que al Conejo también se le quitara la risa.

Llegaron a la parte trasera de un panteón y se fueron a buscar unas palas. Cavaron como unos tres o cuatro metros y lanzaron el cuerpo al hoyo. Y hasta ahí llegaba el cuerpo del Conejo, aquel que nunca tuvo gran cosa pero sí unos buenos amigos al final de su miserable vida. Los amigos lo enterraron y se fueron. ¿Y luego? 

Su alma no se fue ni al más allá o al otro lado. Nada. El alma del Conejo deambuló por días que se transformaron en meses, buscando a otras almas desgraciadas como la suya. Terminó encontrando algunos que le dijeron que cuando cumpliera su asunto pendiente llegaría una luz y se lo tragaría. Esos mismos le dijeron que ellos llevaban huyendo de la luz por años, que porque podían disfrutar de las maravillas del mundo sin pagar, hacer filas ni nada. 

Así, El Conejo podía ahora entrar al cine y sentarse donde quisiera, leer revistas e incluso leer algunos libritos de las bibliotecas a altas horas de la noche, traspasar retenes y fronteras sin necesidad de identificación, husmear en la vida o en las casas de los demás sin ser detectado, ¿qué más podía pedir? Tal vez extrañaba el sabor de la comida o el de las chelas, pero con eso de que no le daba hambre o sed, al final no tenía importancia. El mundo seguía su curso y en otros lados les iba incluso peor que lo que le había ido a él, así que había tenido la mejor de las suertes. Se unió a las marchas en contra del nuevo gobierno priísta, nadie lo oía pero gritaba con todas sus fuerzas; la muerte lo estaba haciendo un intelectual, algo que no hubiera sido de haber vivido. Se enteró de los avances con la lucha contra el SIDA, contra el cáncer; el mundo era un paraíso y un infierno.

De sus amigos el único sobreviviente había sido el pendejo del Porky, que terminó no siendo tan pendejo ya que se salió de la banda para meterse a estudiar. El Correcaminos y El Pato se mataron por andar bien pedos y manejando. El Conejo nunca encontró a sus fantasmas, lo que, según le habían dicho en ese limbo, significaba que no tenían asuntos pendientes.

El Conejo no quería ir al más allá, sino quedarse en el más acá. Había sido una delicia morir, así que no supo ni quiso saber sobre su asunto pendiente.


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